La imaginacion

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lo que puede limitarte unicamente es tu imaginacion, pero ella es tan inmensa como el universo...

sábado, 4 de julio de 2015

El pájaro de oro

Un cuento de los hermanos Grimm

En tiempos remotos vivía un rey cuyo palacio estaba rodeado de un hermoso parque, donde crecía un árbol que daba manzanas de oro. A medida que maduraban, las contaban; pero una mañana faltó una. Diose parte del suceso al Rey, y él ordenó que todas las noches se montase guardia al pie del árbol. Tenía el Rey tres hijos, y al oscurecer envió al mayor de centinela al jardín. A la medianoche, el príncipe no pudo resistir el sueño, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana. A la otra noche hubo de velar el hijo segundo; pero el resultado fue el mismo: al dar las doce se quedó dormido, y por la mañana faltaba una manzana más. Llegó el turno de guardia al hijo tercero; éste estaba dispuesto a ir, pero el Rey no confiaba mucho en él, y pensaba que no tendría más éxito que sus hermanos; de todos modos, al fin se avino a que se encargara de la guardia. Instalóse el jovenzuelo bajo el árbol, con los ojos bien abiertos, y decidido a que no lo venciese el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en el aire y, al resplandor de la luna, vio acercarse volando un pájaro cuyo plumaje brillaba como un ascua de oro. El ave se posó en el árbol, y tan pronto como cogió una manzana, el joven príncipe le disparó una flecha. El pájaro pudo aún escapar, pero la saeta lo había rozado y cayó al suelo una pluma de oro. Recogióla el mozo, y a la mañana la entregó al Rey, contándole lo ocurrido durante la noche. Convocó el Rey su Consejo, y los cortesanos declararon unánimemente que una pluma como aquella valía tanto como todo el reino.

- Si tan preciosa es esta pluma -dijo el Rey-, no me basta con ella; quiero tener el pájaro entero.

El hijo mayor se puso en camino; se tenía por listo, y no dudaba que encontraría el pájaro de oro. Había andado un cierto trecho, cuando vio en la linde de un bosque una zorra y, descolgándose la escopeta, dispúsose a disparar contra ella. Pero la zorra lo detuvo, exclamando:

- No me mates, y, en cambio, te daré un buen consejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro y que esta noche llegarás a un pueblo donde hay dos posadas frente a frente. Una de ellas está profusamente iluminada, y en su interior hay gran jolgorio; pero guárdate de entrar en ella; ve a la otra, aunque sea poco atrayente su aspecto.

"¡Cómo puede darme un consejo este necio animal!," pensó el príncipe, oprimiendo el gatillo; pero erró la puntería, y la zorra se adentró rápidamente en el bosque con el rabo tieso. Siguió el joven su camino, y al anochecer llegó al pueblo de las dos posadas, en una de las cuales todo era canto y baile, mientras la otra ofrecía un aspecto mísero y triste. "Tonto sería -díjose- si me hospedase en ese tabernucho destartalado en vez de hacerlo en esta hermosa fonda." Así, entró en la posada alegre, y en ella se entregó al jolgorio olvidándose del pájaro, de su padre y de todas las buenas enseñanzas que había recibido.

Transcurrido un tiempo sin que regresara el hijo mayor, púsose el segundo en camino, en busca del pájaro de oro. Como su hermano, también él topó con la zorra, la cual diole el mismo consejo, sin que tampoco él lo atendiera. Llegó a las dos posadas, y su hermano, que estaba asomado a la ventana de la alegre, lo llamó e invitó a entrar. No supo resistir el mozo, y, pasando al interior, entregóse a los placeres y diversiones.

Al cabo de mucho tiempo, el hijo menor del Rey quiso salir, a su vez, a probar suerte; pero el padre se resistía.

- Es inútil -dijo-. Éste encontrará el pájaro de oro menos aún que sus hermanos; y si le ocurre una desgracia, no sabrá salir de apuros; es el menos despabilado de los tres.

No obstante, como el joven no lo dejaba en paz, dio al fin su consentimiento.

A la orilla del bosque encontróse también con la zorra, la cual le pidió que le perdonase la vida, y le dio su buen consejo. El joven, que era de buen corazón, dijo: - Nada temas, zorrita; no te haré ningún daño.

- No lo lamentarás -respondióle la zorra-. Y para que puedas avanzar más rápidamente, súbete en mi rabo.

No bien se hubo montado en él, echó la zorra a correr a campo traviesa, con tal rapidez que los cabellos silbaban al viento. Al llegar al pueblo desmontó el muchacho y, siguiendo el buen consejo de la zorra, hospedóse, sin titubeos, en la posada humilde, donde pasó una noche tranquila. A la mañana siguiente, en cuanto salió al campo esperábalo ya la zorra, que le dijo:

- Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta; al fin, llegarás a un palacio, delante del cual habrá un gran número de soldados tumbados; pero no te preocupes, pues estarán durmiendo y roncando; pasa por en medio de ellos, entra en el palacio y recorre todos los aposentos, hasta que llegues a uno más pequeño, en el que hay un pájaro de oro encerrado en una jaula de madera. Al lado verás otra jaula de oro, bellísima pero vacía, pues sólo está como adorno: guárdate muy mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la lujosa, pues lo pasarías mal.

Pronunciadas estas palabras, la zorra volvió a extender la cola, y el príncipe montó en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento. Al bajar frente al palacio, lo encontró todo tal y como le predijera la zorra. Entró el príncipe en el aposento donde se hallaba el pájaro de oro en su jaula de madera, al lado de la cual había otra dorada; y en el suelo vio las tres manzanas de su jardín. Pensó el joven que era lástima que un ave tan bella hubiese de alojarse en una jaula tan fea, por lo que, abriendo la puerta, cogió el animal y lo pasó a la otra. En aquel mismo momento el pájaro dejó oír un agudo grito; despertáronse los soldados y, prendiendo al muchacho, lo encerraron en un calabozo. A la mañana siguiente lo llevaron ante un tribunal, y, como confesó su intento, fue condenado a muerte. El Rey, empero, le ofreció perdonarle la vida a condición de que le trajese el caballo de oro, que era más veloz que el viento. Si lo hacía, le daría además, en premio, el pájaro de oro.

Púsose el príncipe en camino, suspirando tristemente; pues, ¿dónde iba a encontrar el caballo de oro? De pronto vio parada en el camino a su antigua amiga, la zorra.

- ¡Ves! -le dijo-. Esto te ha ocurrido por no hacerme caso. Pero no te desanimes; yo me preocupo de ti y te diré cómo puedes llegar al caballo de oro. Marcha siempre de frente, y llegarás a un palacio en cuyas cuadras está el animal. Delante de las cuadras estarán tendidos los caballerizos, durmiendo y roncando, y podrás sacar tranquilamente el caballo. Pero una cosa debo advertirte: ponle la silla mala de madera y cuero, y no la de oro que verás colgada a su lado; de otro modo, lo pasarás mal.

Y estirando la zorra el rabo, montó el príncipe en él y emprendieron la carrera a campo traviesa, con tanta velocidad, que los cabellos silbaban al viento. Todo ocurrió como la zorra había predicho; el muchacho llegó al establo donde se encontraba el caballo de oro. Pero al ir a ponerle la silla mala, pensó: "Es una vergüenza para un caballo tan hermoso el no ponerle la silla que le corresponde." Mas apenas la de oro hubo tocado al animal, éste empezó a relinchar ruidosamente. Despertaron los mozos de cuadra, prendieron al joven príncipe y lo metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, un tribunal le condenó a muerte; pero el Rey le prometió la vida y el caballo de oro si era capaz de traerle la bellísima princesa del Castillo de Oro.

Se puso en ruta el joven muy acongojado, y, por fortuna suya, no tardó en salirle al paso la fiel zorra.

- Debería abandonarte a tu desgracia -le dijo el animal- pero me das lástima y te ayudaré una vez más. Este camino lleva directamente al Castillo de Oro. Llegarás a él al atardecer, y por la noche, cuando todo esté tranquilo y silencioso, la hermosa princesa se dirigirá a la casa de los baños. Cuando entre, te lanzas sobre ella y le das un beso; ella te seguirá y podrás llevártela; pero, ¡guárdate de permitirle que se despida de sus padres, pues de otro modo lo pasarás mal!

Estiró la zorra el rabo, montóse el hijo del Rey, y otra vez a todo correr a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.

Al llegar al Castillo de Oro, todo ocurrió como predijera la zorra. Esperó el príncipe hasta medianoche, y cuando todo el mundo dormía y la bella princesa se dirigió a los baños, avanzando él de improviso, le dio un beso. Díjole ella que se marcharía muy a gusto con él, pero le suplicó con lágrimas que le permitiese antes despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder. Apenas hubo tocado la princesa el lecho de su padre, despertóse éste y todas las gentes del castillo; prendieron al doncel y lo encarcelaron.

A la mañana siguiente le dijo el Rey: - Te has jugado la vida y la has perdido, sin embargo, te haré gracia de ella, si arrasas la montaña que se levanta delante de mis ventanas y me quita la vista -, y esto debes realizarlo en el espacio de ocho días. Si lo logras, recibirás en premio la mano de mi hija.

El príncipe se puso a manejar el pico y la pala sin descanso; pero cuando, transcurridos siete días, vio lo poco que había conseguido y que todo su esfuerzo ni siquiera se notaba, cayó en un gran abatimiento, con toda la esperanza perdida. Pero al anochecer del día séptimo se presentó la zorra y le dijo: - No mereces que me preocupe de ti; pero vete a dormir; yo haré el trabajo en tu lugar.

A la mañana, al despertar el mozo y asomarse a la ventana, la montaña había desaparecido. Corrió rebosante de gozo a presencia del Rey, y le dio cuenta de que su condición quedaba satisfecha, por lo que el Monarca, quieras que no, hubo de cumplir su palabra y entregarle a su hija.

Marcháronse los dos, y al poco rato se les acercó la zorra: - Tienes lo mejor, es cierto; pero a la doncella del Castillo de Oro le pertenece también el caballo de oro.

- ¿Y cómo podré ganármelo? -preguntó el joven.

- Voy a decírtelo. Ante todo, lleva a la hermosa doncella al Rey que te envió al Castillo de Oro. Se pondrá loco de alegría y te dará gustoso el caballo de oro. Tú lo montas sin dilación y alargas la mano a cada uno para estrechársela en despedida, dejando para último lugar a la princesa. Entonces la subes de un tirón a la grupa y te lanzas al galope; nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.

Todo sucedió así puntual y felizmente, y el príncipe se alejó con la bella princesa, montados ambos en el caballo de oro. La zorra no se quedó rezagada, y dijo al doncel:

- Ahora voy a ayudarte a conquistar el pájaro de oro. Cuando te encuentres en las cercanías del palacio donde mora el ave, haz que la princesa se apee; yo la guardaré. Tú te presentas en el patio del palacio con el caballo de oro; al verlo, habrá gran alegría, y te entregarán el pájaro. Cuando tengas la jaula en la mano, galoparás hacia donde estamos nosotras para recoger a la princesa.

Conseguido también esto y disponiéndose el príncipe a regresar a casa con sus tesoros, díjole la zorra: - Ahora debes recompensar mis servicios.

- ¿Qué recompensa deseas? -preguntó el joven.

- Cuando lleguemos al bosque, mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas.

- ¡Bonita prueba de gratitud sería ésta! -exclamó el mozo-; esto no puedo hacerlo.

A lo que replicó la zorra: - Si te niegas, no tengo más remedio que dejarte; pero antes voy a darte aún otro buen consejo. Guárdate de dos cosas: de comprar carne de horca y de sentarte al borde de un pozo. - Y, dichas estas palabras, se adentró en el bosque.

Pensó el muchacho: "¡Qué raro es este animal, y vaya ocurrencias las suyas! ¡Quién comprará carne de horca! Y en cuanto al capricho de sentarme al borde de un pozo, jamás me ha pasado por las mientes."

Continuó su camino con la bella princesa y hubo de pasar por el pueblo donde se habían quedado sus hermanos. Notó en él gran revuelo y alboroto, y, al preguntar la causa, contestáronle que iban a ahorcar a dos individuos. Al acercarse vio que eran sus hermanos, los cuales habían cometido toda clase de tropelías y derrochado su hacienda. Preguntó él si no podría rescatarlos.

- Si queréis pagar por ellos -replicáronle-. Mas, ¿por qué emplear vuestro dinero en libertar a dos criminales?

Pero él, sin atender a razones, los rescató, y todos juntos tomaron el camino de su casa.

Al llegar al bosque donde por primera vez se encontraran con la zorra, como quiera que en él era la temperatura fresca y agradable, y fuera caía un sol achicharrante, dijeron los hermanos: - Vamos a descansar un poco junto al pozo; comeremos un bocado y beberemos un trago.

Avínose el menor y, olvidándose, con la animación de la charla, de la recomendación de la zorra, sentóse al borde del pozo sin pensar nada malo. Pero los dos hermanos le dieron un empujón y lo echaron al fondo; seguidamente se pusieron en camino, llevándose a la princesa, el caballo y el pájaro. Al llegar a casa, dijeron al Rey, su padre: - No solamente traemos el pájaro de oro, sino también el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro.

Hubo grandes fiestas y regocijos, y todo el mundo estaba muy contento, aparte el caballo, que se negaba a comer; el pájaro, que no quería cantar, y la princesa, que permanecía retraída y llorosa.

El hermano menor no había muerto, sin embargo. Afortunadamente el pozo estaba seco, y él fue a caer sobre un lecho de musgo, sin sufrir daño alguno; sólo que no podía salir de su prisión. Tampoco en aquel apuro lo abandonó su fiel zorra, la cual, acudiendo a toda prisa, le riñó por no haber seguido sus consejos.

- A pesar de todo, no puedo abandonarte a tu suerte -dijo-; te sacaré otra vez de este apuro. - Indicóle que se cogiese a su rabo, agarrándose fuertemente, y luego tiró hacia arriba-. Todavía no estás fuera de peligro -le dijo-, pues tus hermanos no están seguros de tu muerte, y han apostado guardianes en el bosque con orden de matarte si te dejas ver.

El joven trocó sus vestidos por los de un pobre viejo que encontró en el camino, y de esta manera pudo llegar al palacio del Rey, su padre. Nadie lo reconoció; pero el pájaro se puso a cantar, y el caballo a comer, mientras se secaban las lágrimas de los ojos de la princesa. Admirado, preguntó el Rey: - ¿Qué significa esto?

Y respondió la doncella: - No lo sé, pero me sentía muy triste y ahora estoy alegre. Me parece como si hubiese llegado mi legítimo esposo. - Y le contó todo lo que le había sucedido, a pesar de las amenazas de muerte que le habían hecho los dos hermanos, si los descubría. El Rey convocó a todos los que se hallaban en el palacio, y, así, compareció también su hijo menor, vestido de harapos como un pordiosero; pero la princesa lo reconoció en seguida y se le arrojó al cuello. Los perversos hermanos fueron detenidos y ajusticiados, y él se casó con la princesa y fue el heredero del Rey.

Pero, ¿y qué fue de la zorra? Lo vais a saber. Algún tiempo después, el príncipe volvió al bosque y se encontró con la zorra, la cual le dijo: - Tienes ya todo cuanto pudiste ambicionar; en cambio, mi desgracia no tiene fin, a pesar de que está en tus manos el salvarme.

Y nuevamente le suplicó que la matase de un tiro y le cortase la cabeza y las patas. Hízolo así el príncipe, y en el mismo instante se transformó la zorra en un hombre, que no era otro sino el hermano de la bella princesa, el cual, de este modo, quedó libre del hechizo que sobre él pesaba. Y ya nada faltó a la felicidad de todos, mientras vivieron.

Nieve Blanca y Rosa Roja   


                                
Había una vez una viuda pobre que vivía en una casita de campo sola. Delante de la casita de campo tenía un jardín en donde había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y el otro rosas rojas. Ella tenía dos hijas jóvenes que se parecían a los dos rosales, y a una la llamó Nieve Blanca, y a la otra Rosa Roja. Ellas estaban tan bien y eran tan felices, tan ocupadas y alegres como alguna vez dos muchachas en el mundo lo fueran. Nieve Blanca era más tranquila y gentil que Rosa Roja. Rosa Roja gustaba más correr en los prados y campos buscando flores y cogiendo mariposas;  Blanca Nieve se sentaba en casa con su madre, y le ayudaba a ella con su trabajo de la casa, o le leía cuando no había otra cosa para hacer.

Las dos jóvenes eran tan aferradas cada una a la otra, que ellas siempre iban de la mano cuando salían juntas, y cuando Nieve Blanca decía,

-"No nos abandonaremos la una a la otra,"-
Rosa Roja contestaba,

-"Nunca mientras vivamos,"-
y su madre añadía,

-"Lo que una tiene lo comparte siempre con la otra."-

Ellas a menudo corrían por el bosque solas y juntaban bayas rojas, y ninguna bestia les hacía daño, y éstas se acercaban a ellas confiadamente. La pequeña liebre comía hojas de col de sus manos, el corzo pastada a su lado, el venado saltaba alegremente cerca de ellas, y las aves se quedaban quietas sobre las ramas cantando sus trinos. Ninguna desgracia las alcanzó; si ellas se quedaban demasiado tarde en el bosque, y la noche llegaba, ellas se arrecostaban cerca una de la otra sobre el musgo, y dormían  hasta que la mañana viniera, y su madre sabía esto y no tenía ninguna angustia al respecto.
Una vez cuando ellas habían pasado la noche en la foresta y el alba las había despertado, vieron a un niño hermoso con un vestido blanco brillante sentado cerca de sus lechos. Él se levantó y miró amablemente hacia ellas, pero no dijo nada y se marchó en el bosque. Cuando ellas miraron alrededor, encontraron que habían estado durmiendo cerca de un precipicio, y habrían caído seguramente en él en la oscuridad si hubieran avanzado sólo unos pasos más adelante. Y su madre les dijo que debe haber sido el ángel que protege a las muchachas buenas.
Nieve Blanca y Rosa Roja mantenían la pequeña casita de campo de su madre tan ordenada que era un gran placer mirar dentro de ella. En el verano Rosa Roja estaba al cuidado de la casa, y cada mañana ponía una corona de flores por la cama de su madre antes de que ella despertara, en la que había flores de ambos rosales. En el invierno Nieve Blanca encendía el fuego y colgaba la caldera sobre el fogón. La caldera era de cobre y brillaba como el oro, de lo tan finamente que la pulían. Por la tarde, cuando los copos de nieve caían, la madre decía,
-"Ve, Nieve Blanca, y échale el cerrojo a la puerta,"-

 y luego ellas se sentaban alrededor del hogar, y la madre tomaba sus gafas y leía en voz alta de un libro grande, y las dos muchachas escuchaban atentas tranquilamente sentadas. Y cerca de ellas había un cordero sobre el suelo, y detrás de ellas, sobre una percha, estaba una paloma con su cabeza escondida bajo sus alas.
Una tarde, cuando ellas se sentaban así cómodamente juntas, alguien llamó a la puerta como si deseara ser dejado entrar. La madre dijo,
-"Rápido, Rosa Roja, abre la puerta, debe ser un viajero que busca refugio."-

Rosa Roja se levantó, fue y empujó atrás el cerrojo, pensando que era un hombre pobre, pero no, era un oso que estiró su amplia cabeza negra dentro de la puerta.
Rosa Roja gritó y saltó hacia atrás, el cordero baló, la paloma revoloteó, y Nieve Blanca se escondió detrás de la cama de su madre. Pero el oso comenzó a hablar y dijo,

-"¡No tengan miedo, no les haré daño! Tengo mucho frío, y sólo quiero calentarme un poco al lado de ustedes."

-"Pobre oso,"- dijo la madre, -"acércate al lado del fuego, sólo ten cuidado de no quemar tu piel."-
Entonces ella dijo en voz alta,

-"Nieve Blanca, Rosa Roja, salgan, el oso no les hará daño, él es bueno."-
Ambas salieron, y con el tiempo el cordero y la paloma también se acercaron y no tuvieron miedo de él. El oso dijo,
-"Aquí, muchachas, por favor sacudánme la nieve que tengo sobre mi piel;"-
Ellas trajeron la escoba y barrieron la nieve, dejando al oso limpio; y él se estiró al lado del fuego y gruñó contentamente y cómodamente.

Y ellas pasaron tranquilamente en su casa, y gastaban bromas y jugaban con su invitado especial.

Ellas tiraban de su pelo con sus manos, ponían sus pies sobre su espalda y lo hacían rodar, o tomaban una suave rama de avellana y lo golpeaban cariñosamente, y cuando él gruñía ellas se reían.
Pero el oso tomó todo esto de buen modo, y sólo cuando ellas eran demasiado ásperas él les decía,

-"Por favor, déjenme vivir, muchachas.
Nevita Blanca, Rosita Roja
:
¿Golpearían ustedes a quien las ama muerto?"-

Cuando ya era la hora de acostarse, y las jóvenes se habían ido a dormir, la madre dijo al oso,
-"Usted puede dormir allí por el hogar, y así estará protegido del frío y del mal tiempo."-
Tan pronto como el día llegó, las dos jóvenes le abrieron la puerta, y él se internó a través de la nieve en el bosque.
De aquí en adelante el oso vino cada tarde a la misma hora, se posaba por el hogar, y dejaba a las jóvenes divertirse con él tanto como quisieran; y ellas se hicieron tan allegadas a él que las puertas nunca fueron sujetadas hasta tanto su amigo negro no  hubiera llegado.

Cuando la primavera llegó y todo el exterior era verde, el oso dijo una mañana a Nieve Blanca,
-"Ahora debo marcharme, y no puedo volver por todo el verano."-

-"¿ Y adónde irá usted, entonces, querido oso?"- preguntó Nieve Blanca.

-"Debo entrar en el bosque y proteger mis tesoros de los duendes malos. En el invierno, cuando la tierra está congelada con fuerza, ellos están obligados a quedarse en sus cuevas y no pueden trabajar a su manera; pero ahora, cuando el sol ha descongelado y calentado la tierra, ellos salen para curiosear y robar; y lo que una vez entra en sus manos y en sus cuevas, no vuelve a ver la luz del día otra vez facilmente."-

Nieve Blanca se entristeció mucho de que su amigo se marchara, y cuando ella desatrancó la puerta para él, y el oso, al ir apresurado, se prensó contra el cerrojo  y un pedazo de su piel peluda se le arrancó, y a Nieve Blanca le pareció como si hubiera visto brillar oro por ello, pero ella no estaba del todo segura. El oso se corrió rápidamente, y pronto estuvo fuera de la vista detrás de los árboles.
Poco tiempo después la madre envió a sus hijas al bosque para conseguir leña. Allí ellas encontraron un árbol grande talado en la tierra, y cerca del tronco algo brincaba de acá para allá en la hierba, pero no podían distinguir qué era. Cuando miraron más de cerca vieron a un duende con una vieja cara malhumorada y una barba como de un metro de largo, y blanca también como la nieve. El final de la barba estaba prensado en una grieta del árbol, y el pequeño compañero brincaba de acá para allá como un perro atado a una cuerda, y no sabía que hacer.
Él fulminó con la mirada a las muchachas con sus ojos rojos encendidos y gritó,

-"¿Qué hacen ustedes allí de pie?, ¿No pueden venir a ayudarme?"-

-"¿Y que hace usted allí, pequeño hombre?"-, preguntó Rosa Roja.

-"¡Ah, ustedes gansas estúpidas, entrometidas!"-, contestó el duende; -"Yo iba a talar el árbol para conseguir un poco de madera para cocinar. El poco alimento que uno de nosotros necesita es quemado directamente con troncos gruesos; no tragamos tanto como ustedes, torpes, avaras. Yo acababa de poner la cuña sin peligro, y todo iba como deseé; pero la desgraciada madera era demasiado lisa y de repente saltó el trozo, y el árbol cayó tan rápidamente que yo no pude sacar mi hermosa barba blanca; ¡ahora está tan prensada que no puedo escaparme, y ustedes cara de leche, sudorosas, riéndose! ¡Puf! ¡qué detestables son!"-

Las muchachas intentaron con fuerza, pero no pudieron sacar la barba, que estaba sujeta muy fuertemente.

-"Iré a buscar a alguien más,"- dijo Rosa Roja.

-"¡Usted gansa insensata!"- gruñó el duende; -"¿por qué debería traer a alguien más?. Ustedes dos ya son demasiado para mí; ¿no puede pensar en algo mejor?"-

-"No sea impaciente,"- dijo Nieve Blanca, -"le ayudaré,"- y sacó sus tijeras de su bolsillo, y cortó el final de la barba.

Tan pronto como el enano se sintió libre, se acercó a un bolso que estaba entre las raíces del árbol, y que estaba lleno de oro, y levantándolo se quejaba diciéndose a sí  mismo:

-"¡Gente grosera, cortar un pedazo de mi fina barba! ¡Que tengan mala suerte!" y luego balanceó el bolso sobre su espalda, y se marchó sin volver a mirar para atrás.

Algún tiempo después Nieve Blanca y Rosa Roja fueron a pescar. Cuando llegaron  cerca del arroyo vieron algo como un saltamontes grande que brincaba en dirección al agua y retornaba. Ellas corrieron y encontraron que era el mismo enano.

-"¿Hacia dónde va usted?"- preguntó Rosa Roja; -"¿Seguramente que no quiere entrar en el agua?"-

-"¡No soy tan tonto!"- gritó el enano; -"¿No ve usted que el maldito pescado quiere llevarme?"-

El pequeño hombre había estado sentando allí tratando de pescar, y desgraciadamente el viento había enroscado su barba con el sedal; en ese momento un pez grande mordió el anzuelo, pero la débil criatura no tenía la fuerza para sacar al pez; el pescado llevaba la ventaja y tiraba al enano hacia él. Él se agarró a todas las cañas y juncos, pero no le ayudaban y fue obligado a seguir los movimientos del pez, y estaba en peligro inminente de ser arrastrado al torrente.

Las muchachas vinieron justo a tiempo; ellas lo sostuvieron rápido y trataron de liberar su barba de la cuerda, pero todo era en vano, barba y cuerda fueron enredadas rápidamente. Nada quedaba por hacer sino sacar las tijeras y cortar la barba, por lo cual un pedazo de ella se perdió. Cuándo el enano vio aquello gritó,

-"¿Es eso civilizado?, usted hongo venenoso, desfigurar la cara de alguien ¿No era bastante para anteriormente cortar el final de mi barba? Ahora usted ha cortado la mejor parte de ella. No puedo dejarme ser visto por mi gente. ¡Desearía que usted  hubiera sido hecha sólo para gastar las suelas de sus zapatos!"-

 Entonces él agarró un saco de perlas que estaba entre los juncos, y sin decir una palabra más lo alzó y desapareció detrás de una piedra.
Resulta que otro día la madre las envió a la ciudad para comprar agujas e hilo, y cordones y cintas. El camino las condujo a través de un brezal sobre el cual había  pedazos enormes de roca esparcidos por aquí y allá. En eso ellas notaron a una ave grande que se ciernía en el aire, volando despacio una y otra vez alrededor de donde estaban ellas; y el ave volaba más abajo y más abajo, y por fin se posó cerca de una roca no muy lejos. Inmediatamente ellas oyeron un grito fuerte, lastimoso. Corrieron y vieron con horror que el águila había agarrado a su viejo conocido, el duende, e iba a llevárselo. Las muchachas, todas piadosas, inmediatamente agarraron al pequeño hombre, y tiraron contra el águila tanto rato, que por fin ella abandonó a su presa. Tan pronto como el enano se había repuesto del impacto, gritó con su voz chillona,

-"¡Debieron haberlo hecho con más cuidado! ¡Ustedes arrastraron mi abrigo marrón de modo que quedó todo rasgado y lleno de agujeros, ustedes criaturas torpes,  insensatas!"-

 Entonces él tomó un saco lleno de gemas, y se escabulló otra vez bajo la roca en su agujero. Las muchachas, que para estas fechas ya se habían acostumbrado a aquel  ingrato enano, continuaron su camino e hicieron su mandado en la ciudad.
Cuando ellas cruzaban el brezal otra vez de regreso en su camino a casa,  sorprendieron al duende, que había vaciado su bolso de gemas en un punto limpio, y no había pensado que alguien pasaría por allí tan tarde. El sol de la tarde resplandecía  sobre las piedras brillantes; y brillaban y centelleaban con colores tan maravillosos que ellas se quedaron quietas mirándolas.

-"¿Por qué están ahora de pie quietas allí?"-, gritó el duende, y su cara pálida gris se puso toda roja con la rabia.
Él seguía con sus malas palabras e insultos, cuando de pronto se oyeron unos gruñidos fuertes, y un oso negro vino trotando hacia ellos desde el bosque. El enano se asustó terriblemente, y no podía ponerse a salvo en su cueva, ya que el oso le había bloqueado la entrada. Entonces apoderado por el terror, gritó,

-"Querido Sr. Oso, sálveme, le daré todos mis tesoros; ¡mira las hermosas joyas que están allí! Concédame la vida; ¿qué disfrutaría usted con un pequeño compañero tan delgado como yo? al morderme usted no me sentiría entre sus dientes. Venga, tome a estas dos feas muchachas, ellas son bocados muy gratos para usted, tienen grasa como codornices jóvenes; ¡por piedad, cómelas a ellas!"-
El oso no puso atención a sus palabras, y golpeando a la mala criatura con su pata, el duende fue a golpearse su cabeza contra una roca y no se movió nunca más.

Las muchachas habían corrido asustadas, pero el oso las llamó:
-"Nieve Blanca, Rosa Roja, no tengan miedo; esperen, iré con ustedes."-

Entonces ellas reconocieron su voz y lo esperaron, y cuando él las alcanzó, de repente su piel cayó, y apareció de pie allí, un hermoso joven, vestido con trajes de oro.

-"Soy el hijo de un Rey,"- dijo él, -"y fui encantado por aquel malo duende que había robado mis tesoros; he tenido que correr todo el bosque como un oso salvaje hasta que fui liberado por su muerte. Ahora él recibió su propio castigo bien merecido."-

Nieve Blanca se casó con el príncipe, y Rosa Roja con el hermano de él, y entre ellos dividieron el gran tesoro que el duende había recogido en su cueva. La señora madre vivió pacífica y felizmente con sus hijas durante muchos años más. Ella cuidó los dos rosales con mucho cariño y los mantuvo al frente de su ventana, y continuamente le brindaban las rosas más hermosas, blancas y rojas.

Enseñanza:
El buen trato siempre da buenos frutos.


Coleccionados por 

Jacob y Whilhelm Grimm

lunes, 29 de junio de 2015

Ratón de campo y ratón de ciudad


Érase una vez un ratón que vivía en una humilde madriguera en el campo. Allí, no le hacía falta nada. Tenía una cama de hojas, un cómodo sillón, y flores por todos los lados.
Cuando sentía hambre, el ratón buscaba frutas silvestres, frutos secos y setas, para comer. Además, el ratón tenía una salud de hierro. Por las mañanas, paseaba y corría entre los árboles, y por las tardes, se tumbaba a la sombra de algún árbol, para descansar, o simplemente respirar aire puro. Llevaba una vida muy tranquila y feliz.
Ratón de ciudad
Un día, su primo ratón que vivía en la ciudad, vino a visitarle. El ratón de campo le invitó a comer sopa de hierbas. Pero al ratón de la ciudad, acostumbrado a comer comidas más refinadas, no le gustó.
Y además, no se habituó a la vida de campo. Decía que la vida en el campo era demasiado aburrida y que la vida en la ciudad era más emocionante.
Acabó invitando a su primo a viajar con él a la ciudad para comprobar que allí se vive mejor. El ratón de campo no tenía muchas ganas de ir, pero acabó cediendo ante la insistencia del otro ratón.
Nada más llegar a la ciudad, el ratón de campo pudo sentir que su tranquilidad se acababa. El ajetreo de la gran ciudad le asustaba. Había peligros por todas partes.
Había ruidos de coches, humos, mucho polvo, y un ir y venir intenso de las personas. La madriguera de su primo era muy distinta de la suya, y estaba en el sótano de un gran hotel.
Era muy elegante: había camas con colchones de lana, sillones, finas alfombras, y las paredes eran revestidas. Los armarios rebosaban de quesos, y otras cosas ricas.
En el techo colgaba un oloroso jamón. Cuando los dos ratones se disponían a darse un buen banquete, vieron a un gato que se asomaba husmeando a la puerta de la madriguera.
Los ratones huyeron disparados por un agujerillo. Mientras huía, el ratón de campo pensaba en el campo cuando, de repente, oyó gritos de una mujer que, con una escoba en la mano, intentaba darle en la cabeza con el palo, para matarle.
El ratón, más que asustado y hambriento, volvió a la madriguera, dijo adiós a su primo y decidió volver al campo lo antes que pudo. Los dos se abrazaron y el ratón de campo emprendió el camino de vuelta.
Desde lejos el aroma de queso recién hecho, hizo que se le saltaran las lágrimas, pero eran lágrimas de alegría porque poco faltaba para llegar a su casita. De vuelta a su casa el ratón de campo pensó que jamás cambiaría su paz por un montón de cosas materiales.
FIN

miércoles, 24 de junio de 2015

"El loro sin memoria"


Iker era un niño un poco tímido al que le daba miedo hablar delante de la gente. Fuera del colegio no tenía amigos, aunque él soñaba con tener un grupo de amigos con los que jugar y pasarlo bien, sobretodo en verano. 
Un día paseaba solo por la calle y hacía muchísimo calor, así que se sentó a descansar bajo la sombra de un árbol. De pronto, escuchó un leve quejido y miró arriba. No podía creer lo que veía. Era un pequeño loro, muy bonito y con muchos colores. Pero tenía muy mal aspecto. Parecía que llevaba bastante tiempo perdido y tenía mucha sed.
Apenas se sostenía sobre la rama de aquel árbol, así que no fue difícil cogerlo.
Iker se llevó al loro corriendo a casa y le dio agua y algo de comida. El lorito revivió enseguida nada más beber agua.
En poco tiempo se hicieron muy amigos e Iker encontró alguien con quien hablar. Le contaba muchas cosas, así que el loro pronto comenzó a aprender y repetir las palabras que escuchaba. 
Pero, el lorito tenía un problema y es que tenía muy poca memoria. Si alguien decía algo, él sólo recordaba la primera palabra y la última. Y ocurrió que una mañana la mamá de Iker dijo:
-"Péinate con cuidado Iker, o te quedarás calvo".
Poco después, el papá de Iker pasó cerca del loro y éste le dijo:
-"Péinate calvo." 
El papá se enfadó con el lorito, porque creyó que se burlaba de su problema de calvicie.
Otro día, mamá le dijo a Iker :
-"Cuidado con esa silla que está muy vieja".
Luego pasó cerca del lorito la abuelita de Iker y el loro dijo:
-"Cuidado vieja".
La abuelita también se enfadó con el loro porque no le gustaba que la llamaran vieja y porque al decirle "cuidado", la abuelita se asustó y casi se cae.
Al día siguiente, el papá de Iker revisaba las facturas de la casa y dijo
-"¡Qué caro está todo! Llegaremos a fin de mes por los pelos."
La hermana mayor de Iker, muy coqueta, pasó cerca del loro. Había pasado horas peinándose para estar muy guapa para un baile, cuando el lorito le dijo:
-"¡Qué pelos!"
La hermana de Iker se enfadó mucho con el loro por decir eso de su peinado y se fue a peinarse otra vez.
Otro día, después de encontrarse con el perro de la vecina, la mamá de Iker dijo
-" Qué perro más sucio. Seguro que tiene alguna pulga."
Pasó entonces por ahí la hermana pequeña de Iker, que estaba muy contenta porque mamá le había dicho que estaba creciendo mucho. El lorito le dijo:
-"Qué pulga."
La hermanita de Iker se enfadó también con el loro.
Como todos se enfadaban, pronto le pusieron de nombre Bocazas.
Iker era el único que entendía y quería a Bocazas. Como en casa todos se enfadaban con él, Iker comenzó a sacarlo a pasear.
Un día fueron al parque y unos niños estaban jugando al fútbol. A Iker le apetecía mucho jugar con ellos al fútbol, pero como era muy tímido prefirió marcharse diciéndole a Bocazas:
-"Eres un loro y no puedo jugar al fútbol contigo. Además, yo soy muy torpe."
Entonces, Bocazas gritó:
-"Eres torpe."
El niño que tenía el balón en ese momento creyó que el loro le decía a él y todos los demás niños se empezaron a reír. 
Iker pensó que por culpa de la poca memoria de Bocazas, ahora se había metido en un lío con esos niños. Pero no fue así, porque el niño que llevaba el balón también comenzó a reírse a carcajadas por lo que le había dicho el loro. 
A esos niños, al igual que a Iker, Bocazas les parecía un loro de lo más gracioso y simpático. 
Iker y los niños se hicieron muy amigos gracias a Bocazas, que le ayudó a vencer su timidez y le dio confianza para ser él mismo. Y Bocazas encontró unos amigos que se reían mucho y sabían aceptar las bromas y reírse de sí mismos de vez en cuando.

-Eva Cano Fortuna-

martes, 23 de junio de 2015

La princesa y el guisante:


   Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero con una verdadera princesa de sangre real. Viajó por todo el mundo buscando una, pero era muy difícil encontrarla, mucho más difícil de lo que había supuesto.
   Las princesas abundaban, pero no era sencillo averiguar si eran de sangre real. Siempre acababa descubriendo en ellas algo que le demostraba que en realidad no lo eran, y el príncipe volvió a su país muy triste por no haber encontrado una verdadera princesa real.
   Una noche, estando en su castillo, se desencadenó una terrible tormenta: llovía muchísimo, los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos sonaban muy fuerte. De pronto, se oyó que alguien llamaba a la puerta:
   -¡ Toc, toc!
   La familia no entendía quién podía estar a la intemperie en semejante noche de tormenta y fueron a abrir la puerta.
   -¿ Quién es? - preguntó el padre del príncipe.
   - Soy la princesa del reino de Safi - contestó una voz débil y cansada. - Me he perdido en la oscuridad y no sé regresar a donde estaba.
   Le abrieron la puerta y se encontraron con una hermosa joven:
   - Pero ¡Dios mío! ¡Qué aspecto tienes!
   La lluvia chorreaba por sus ropas y cabellos. El agua salía de sus zapatos como si de una fuente se tratase. Tenía frío y tiritaba.
   En el castillo le dieron ropa seca y la invitaron a cenar. Poco a poco entró en calor al lado de la chimenea.
   La reina quería averiguar si la joven era una princesa de verdad.
   "Ya sé lo que haré - pensó -. Colocaré un guisante debajo de los muchos edredones y colchones que hay en la cama para ver si lo nota. Si no se da cuenta no será una verdadera princesa. Así podremos demostrar su sensibilidad".
   Al llegar la noche, la reina colocó un guisante bajo los colchones y después se fue a dormir.
   A la mañana siguiente, el príncipe preguntó:
   -¿Qué tal has dormido, joven princesa?
   - ¡Oh! Terriblemente mal - contestó -. No he dormido en toda la noche. No comprendo qué tenía la cama; Dios sabe lo que sería. Tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
   - Entonces, ¡eres una verdadera princesa! Porque a pesar de los muchos colchones y edredones, has sentido la molestia del guisante. ¡Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible!
   El príncipe se casó con ella porque estaba seguro de que era una verdadera princesa. Después de tanto tiempo, al final encontró lo que quería.
   Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

   
Andersen (Adaptación)

sábado, 20 de junio de 2015

El soldadito de plomo
   Había una vez veinticinco soldados de plomo con un bonito uniforme azul y rojo y un fusil al hombro. Vivían metidos en una caja de madera y se aburrían un poco. Un día oyeron una voz de niño que decía:
   - ¡Hala! ¡Soldados de plomo!
   Era la voz de Carlos, quien había recibido los soldados como regalo de Navidad. Enseguida los sacó de la caja. Todos eran exactamente iguales menos uno, que, aunque sólo tenía una pierna, se mantenía firme como los demás.
   A su lado también había más regalos, pero muy pronto el soldado de plomo se fijó en una bailarina que levantaba con gracia un pie para dar a entender que estaba bailando.
   "También le falta una pierna, como a mi. Es la mujer que me conviene - pensó el soldadito de plomo -. La quiero conocer, ¡es tan guapa!"
   El soldadito estaba detrás de una caja sorpresa desde donde podía contemplar a la bailarina. Al llegar la noche, Carlos guardó todos los soldaditos excepto a él, porque no lo vio. Y, aprovechando que toda la familia dormía, los juguetes empezaron a divertirse.
   De la caja sorpresa salió un muñeco verde que, al ver al soldado mirar a la bailarina, le dijo:
   - Soldadito de plomo, ¿por qué en vez de mirar a la bailarina no miras el tipo que tienes?
   Pero el soldadito no hizo caso y siguió mirando a la bailarina.
   - Bueno, bueno, ya verás mañana - dijo el malvado muñeco.
   Al día siguiente Carlos puso el soldadito en la ventana. No se sabe bien si por el viento o porque el muñeco de la caja- sorpresa cerró la ventana, el soldadito cayó a la calle.
   - Mira, un soldado de plomo - dijo un niño que pasaba por la calle.
   - Le haremos navegar - dijo su amigo -. Le meteremos en una barca.
   Y dicho esto, hicieron un
barquito de papel en el que metieron al soldado, luego empujaron el barco y el soldadito se alejó por las aguas de un arroyo que se había formado por la lluvia.

   "¡Dios mío! ¿Adónde iré a parar? - pensaba el soldadito -. La culpa de todo la tiene el muñeco verde de la caja sorpresa. Estoy seguro de que si estuviera a mi lado la hermosa bailarina no me importaría estar aquí."
   El barco cada vez tenía más agua y se hundía más, porque era de papel. Al final le cubrió la cabeza al soldadito. Pensó que sería su final y sólo se acordaba de la bella bailarina que tampoco tiempo pudo ver. Creía haberla perdido para siempre. Poco poco, se fue hundiendo hasta el fondo del arroyo. Allí se lo tragó un gran pez que pasaba en ese momento.
   Durante un largo tiempo, se quedó a oscuras y en silencio. No sabía donde estaba, aunque tenía la esperanza de que alguien pescase el pez y lo rescataran. Estaba dormido cuando de pronto oyó una voz que le sonaba familiar:
   - ¡Oh, mirad quién está aquí! ¡Es mi soldadito de plomo!
   Era la voz de Carlos. El soldadito no se lo podía creer. ¿Cómo habría llegado hasta allí? La cocinera de Carlos había comprado el pez a un pescador.
   Enseguida el soldado se dio cuenta de que estaban sus amigos y su querida bailarina. Su fortuna no duró mucho tiempo, ya que una ráfaga de viento hizo caer de nuevo al soldadito, esta vez a la chimenea, mientras se derretía, vio a su lado a su querida bailarina, que debió caer con él.
   Nada más se supo del soldado y de la bailarina. Al limpiar la chimenea a la mañana siguiente, se encontraron un corazón de plomo y una rosa de lentejuelas. Era la señal de amor que había quedado entre el soldado y la bailarina.                      (Adaptación del cuento de Andersen)

Canción Del Jacarandá


Al este y al oeste 
llueve y lloverá 
una flor y otra flor celeste 
del jacarandá. 

La vieja está en la cueva 
pero ya saldrá 
para ver que bonito nieva 
del jacarandá. 

Se ríen las ardillas, 
ja jajá jajá, 
porque el viento le hace cosquillas 
al jacarandá.00

El cielo en la vereda 
dibujando está 
con espuma y papel de seda 
del jacarandá. 

El viento como un brujo 
vino por acá. 
Con su cola barrió el dibujo 
del jacarandá. 

Si pasa por la escuela, 
los chicos, quizá, 
se pondrán una escarapela 
del jacarandá.    

                                                                                      Maria Elena Walsh